un bonsai en la toscana doc

El caballetes viraba sin frenos al son de la armonía alegre y pesada. Con los ojos refulgentes por la emoción, y bien cogida en el abultado palo de madera embarnizada, la pequeña Léa montaba muy derecha mientras que el brioso corcel amarillo que había escogido subía y bajaba sin cesar. En el momento en que la música se apagó y el caballetes se detuvo, Léa no aguardó a que su niñera fuera a procurarla para desarmar. Terminaba de cumplir 4 años y se encontraba muy orgullosa de no ser ahora un bebé que precisaba para todo a la cascarrabias de Marie; lo malo era que, a ras de suelo, las cosas no se veían tan bien como desde su montura. Si bien el día era frío, el sol relucía en el cielo pálido de noviembre y el parque se encontraba lleno de gente. Un montón de pequeños del vecindario tan bien vestidos como ella —con su muy elegante abrigo inglés de cuello y puños aterciopelados que le agradaba— corrían y chillaban a su alrededor. Léa se puso de puntillas y trató de distinguir a su niñera entre la multitud, pero fue inútil; su cabeza rubia solamente llegaba a la cadera de los mayores que la rodeaban. Se mencionó que si se distanciaba un tanto del ajetreo de los caballitos sería mucho más simple ver a Marie, conque, caminó decidida hacia el banco donde su vieja tata acostumbraba a sentarse con el resto niñeras mientras que criticaban a sus patrones y alardeaban del bien educados que estaban los pequeños a su cargo. No obstante, al arrimarse no vio ni indicio de Marie. Indudablemente habría ido a procurarla a los caballitos, pensó; lo destacado sería que se quedara a aguardarla. En ese instante, una mujer con un muy elegante abrigo color beige y un pañuelo de seda en el cuello, muy semejante a los que usaba su tía, se sentó a su lado. —Hola, pequeña, ¿andas sola? —preguntó con una amable sonrisa. La vieja Marie le había repetido hasta la saciedad que no debía charlar con extraños, pero esa mujer morocha y satisfactorio le resultaba de forma vaga familiar; la había visto de forma frecuente en el parque y no se parecía nada a esos hombres de los cuentos con los que a la vieja Marie le agradaba atemorizarla; unos monstruos mal vestidos que cargaban con un colosal saco en la espalda para raptar a los pequeños. —En este momento viene Marie. —Lea le devolvió la sonrisa. —Marie… ¡Ah, ahora recuerdo! ¿Te refieres a esta anciana que transporta una cesta llena de verduras? —La pequeña asintió con la cabeza; antes de ir al parque habían pasado por la pequeña frutería del vecindario, que siempre y en todo momento olía a joya, y su niñera había comprado un montón de cosas—. Claro, entonces tú debes ser Léa. Marie me comentó que tenía algo de frío y que se tomaría un café ardiente en el bar que está en oposición al parque. Me solicitó que te acompañara en el momento en que acabaras en los caballitos. Parece ser el día de hoy le duelen las articulaciones. Anda, ven conmigo. Marie dijo que solicitaría un helado para ti, conque va a ser mejor que nos demos prisa, no vaya a ser que se funda. A Léa no le sorprendió, Marie se quejaba de manera frecuente de que el frío de París terminaría con ella. Su niñera tenía los 2 dedos pequeños retorcidos, como los sarmientos que había visto cientos y cientos de ocasiones en los viñedos del château de su padre; ella se les besaba de forma frecuente, muy despacio, en tanto que en su tata parecía aliviarla. La mujer se levantó del banco y Léa la imitó; segundos después andaban cogidas de la mano, sin dejar de charlar felizmente, hacia la señorial reja de hierro negro que rodeaba el recinto. Washington DC, año 2013 La puerta del despacho se abrió de pronto y, sin incomodarse en soliciar permiso, Robert Gaddi entró hecho una furia. Apoyado en su sempiterno bastón de madera, se aproximó cojeando hasta la mesa, se desmoronó sobre entre las sillas y estiró la mala pierna enfrente. —¿Te has enterado? Como siempre, no dio ni los buenos días. Al doctor Gaddi las convenciones sociales y los buenos modales le parecían una pérdida de tiempo y no se fastidiaba en disimularlo. Ian Doolan, el directivo de proyectos, se despidió de su interlocutor y colgó el teléfono. —Buenos días, Robert. No, no interrumpas nada, de cualquier manera te llamaría en este preciso momento —respondió sarcástico—. A propósito, tienes un aspecto horrible. —¡Me importa una mierda mi aspecto! El recién llegado se pasó una mano por el mentón rasposo, que precisaba un óptimo afeitado. De todos modos no era lo único que precisaba: la muy elegante camisa blanca se encontraba arrugada, manchada y le faltaban múltiples botones y lucía un impresionante impresionante en la pernera de su pantalón obscuro. Además de esto, solamente podía abrir uno de sus ojos, cuyos párpados tumefactos habían alcanzado tres ocasiones su tamaño habitual. Al finalizar la representación de la ópera Manon Lescault en el Kennedy Center, Robert había decidido pasar por el laboratorio para agarrar unos documentos que precisaba y había asombrado, con las manos en la masa, a 2 encapuchados enzarzados en la interesante tarea de registrar hasta el último rincón del su despacho; su apariencia de hoy daba fe del accidentado del acercamiento. —Sí, me he enterado. Converses me llamó y he venido rápidamente. —Doolan respondió, por fin, a el interrogante. Más allá de su aparente tranquilidad se apreciaba que se encontraba inquieto. Robert lo conocía desde el instante en que los dos estudiaban en Harvard y sabía realmente bien lo que significaba el timbal alterado de sus dedos encima de la mesa de cristal. —Aún no he tenido tiempo de pasar por mi apartamento a ponerme guapo. Vas a ver, amado Ian —sabía bien que a Doolan le repitaba que le hablara tal y como si fuera un jóven tonto, conque aprovechaba la menor ocasión para llevarlo a cabo—, he debido aguardar a que los del FBI acabaran de olfatear y removerlo todo con sus manejas . Deseaba asegurarme que el laboratorio y mi despacho quedaran lo mucho más recogidos viable. —¿Has echado de menos algo? —¿Además de los botones de mi camisa y la visión de mi ojo izquierdo? No, estos mamones no se llevaron nada esencial. Hace cierto tiempo que me olía algo semejante y fuí cuidadoso. Doolan espiró un suspiro de alivio. —Hables viene aquí. Desea charlar contigo. Tal y como si al vocalizar su nombre arriba lo hubieran invocado, en ese exacto instante se escuchó el golpe de unos nudillos sobre la madera de la puerta. Esta se abrió y un tipo corpulento de mediana edad, vestido con un traje negro, camisa blanca y corbata obscura, se coló dentro. —¿Comenzó sin mí? —Converses Cassidy, el oficial jefe operativo del FBI, enarcó entre las cejas oscuras salpicadas de canas. —No, llegaste a tiempo para el baile —respondió el científico sin dejar de juguetear con el bastón de madera cortada que parecía una extensión del cuerpo. Según le había contado a Doolan en una ocasión, era una parte victoriana muy importante, no obstante, él lo hacía oscilar de lado a lado mientras que charlaba, sin importarle que golpeara ocasionalmente contra la pata de la mesa —. Como le decía a Ian, amado Converses, por si acaso los intrusos no me habían despedazado lo bastante el laboratorio, tus chicos han continuado la labor con entusiasmo. Ahora te voy a pasar la factura. —Lo sé. Vengo de allí y ahora tengo el informe. No hay solo una huella que valga la pena, diría que son expertos. ¿Han robado algo? Mucho más bien semeja que tenían la intención de terminar el ubicación.

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